martes, 22 de junio de 2010

En defensa de Israel




El libro no fue aceptado por ninguna editorial grande, de las que habitualmente publican los ibros de quienes participábamos de esa rara obrita, y terminó por ser impresa por un discreto editor de Zaragoza dedicado a temas judaicos. Personas conocidas, sí, pero no de un relieve político de verdadero peso. Hubo un editor que se pronunció claramente a favor de la "causa palestina"

Pero hoy eso ha cambiado. Defender Israel ya ha dejado de ser cosa de raros.
Estaba yo reseñando para La Ilustración Liberal el libro de Marcello Pera Por qué debemos considerarnos cristianos, y hablando de él y de José María Aznar y de sus discursos en la presentación del volumen, cuando me llegó la noticia de la creación de la Iniciativa Amigos de Israel, justamente sobre un texto de Aznar y con Pera como primer firmante del manifiesto fundacional. Desde luego, me puse muy contento y comuniqué a unos cuantos amigos la buena nueva.

Sólo más tarde empecé a considerar el asunto en toda su extensión, sobre todo a partir del momento en que lo comenté durante la cena: dije que Aznar había definido operativamente su posición frente a Israel y alguien me respondió sonriendo con la frase: "Y ahí estarás tu". No, contesté; yo estoy ahí desde hace medio siglo: lo importante es que venga él. Lo dije a conciencia de que Aznar ha venido hace tiempo, y obviando el hecho de que a las mismas personas con las que cenaba les había explicado hacía poco las ideas de nuestro ex presidente sobre el ingreso de Israel, y no de Turquía, en la Unión Europea.

¿Y por qué es tan importante que Aznar dé ese paso? Que diga, resumiendo, que Israel es un país occidental enclavado en Medio Oriente; que tiene derecho a existir y, como nación soberana, a defenderse; que Israel está de nuestro lado; que la paz en la región depende del reconocimiento del Estado de Israel por los palestinos; que hay que luchar contra la constante deslegitimación del Estado de Israel en cada país, en el mundo y en las instituciones internacionales; que hay que dar muestras públicas de adhesión a las instituciones democráticas israelíes; que hay que apoyar el inalienable derecho israelí a poseer fronteras seguras, no cuestionadas por terroristas o por regímenes despóticos, para que sus ciudadanos vivan con las mismas garantías con que vivimos nosotros; que hay, para ello, que oponerse coherente y firmemente a un Irán con armamento nuclear; que hay que trabajar para asegurar que Israel sea aceptado como un país occidental normal, una parte indivisible del mundo occidental al que pertenecemos; y reafirmar el valor religioso, moral y cultural de la herencia judeocristiana como sustento fundamental de las sociedades liberales y democráticas de Occidente.

El programa no es nuevo, claro, y yo mismo he escrito en diversas ocasiones acerca de todos esos aspectos de la cuestión, pero ésa, la de escribir, es mi tarea, y su alcance es sumamente limitado.

Aznar es el primer dirigente occidental, en los sesenta y dos años de existencia de Israel, que se pronuncia con esa claridad. El primero de ese nivel: un ex presidente de una nación verdaderamente importante, decisiva, a pesar de todo lo que se está haciendo desde dentro y desde fuera para destruirla. Ni Churchill, para quien la Partición significó un gran alivio y después no volvió a meterse en el tema, ni Roosevelt, con toda su mala conciencia por no haber ayudado a los judíos a salvar sus vidas, por haberles impuesto unos brutales e innecesarios cupos de inmigración que, en no pocos casos, representaron el retorno a Europa y la caída en los campos y las cámaras de gas. Si un solo hombre de la categoría política de José María Aznar hubiese sido así de claro en relación con los judíos en 1940, muy diferente habría sido la historia.

Era sencillo responder al paganismo nazi con la tradición judeocristiana, pero nadie lo hizo. Nadie dijo abiertamente que las puertas de sus países estaban abiertas a los judíos porque son nuestros hermanos mayores. Ni un presidente, ni un Papa: sólo la Familia Real danesa se puso en el pecho la estrella amarilla, cuando ya era demasiado tarde. (Por eso no me sorprende que los mayores conflictos intelectuales con el Islam, empezando por las caricaturas de Mahoma, hayan surgido en la valiente Dinamarca). Pero después de aquello, después de saber lo que habían sido Auschwitz y todas sus sucursales, después de tener a su alcance todos los testimonios posibles, ya constituido el Estado de Israel, tampoco hubo un presidente, un rey, un Papa –Juan Pablo II hizo lo que pudo, estableciendo relaciones entre Roma y Jerusalem– que hablaran tan claro como acaba de hacerlo José María Aznar con el apoyo de su amigo –y de todos nosotros– Marcello Pera.

La Iniciativa Amigos de Israel está llamada a concentrar a su alrededor todos los esfuerzos, hasta ahora sueltos, de los que trabajamos en este asunto durante décadas, y que apenas si nos vamos conociendo gracias a internet. Por mucho que lo lamenten unos cuantos españoles y no pocos no españoles, Aznar ha dado una muestra de grandeza, de sentido común y de sabiduría que nunca antes que él había dado ninguno de sus pares, pese a todos los horrores del siglo XX. Apunté en una ocasión que no existían los grandes hombres, sino las grandes circunstancias, y que los hombres se medían por la dimensión de esas circunstancias. Llevábamos sesenta y dos años de circunstancias difíciles sin que nadie diera la talla en Europa, esta pobre Europa suicida que ni siquiera es capaz de reconocer a sus padres, de reconocer la forma de su alma, y se abraza al enemigo demencialmente. Ahora está hecho. Yo lo esperaba de este hombre.

vazquezrial@gmail.com
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Fuente: Libertad Digital

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